Los procesos observados en el Cono Sur de América Latina, de transición de regímenes autoritarios a la democracia, no se pueden comparar con los procesos que se dieron en América Central o con otros procesos en otros continentes. Estoy pensando en el pasaje del régimen del apartheid en África del Sur a la democracia actual, o aun en la Europa actual —porque esto pasó en todos los continentes— o, más lejos en el tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se crearon los Tribunales de Nuremberg y Tokio.
Hay en todos esos procesos una constante, cualquiera sea el período, cualquiera sea la zona geográfica: el afán de verdad y de justicia por parte de las víctimas o sus familiares. Pero también en todos los casos, al mismo tiempo que se llegó a la paz, que se empezó un proceso de transición hacia la democracia, se pactaron o se impusieron leyes de amnistía bajo diferentes nombres o apelaciones, pero con la misma consecuencia de frustración de los familiares de las víctimas. Pueden ser leyes de autoamnistía, como la del general Pinochet en 1978, autoproclamada por la misma dictadura, o leyes posteriores a la dictadura, como fue el caso en Argentina de las leyes de Punto Final (1986), Obediencia Debida (1987), etc., sin contar las medidas de indulto, hasta que dichas leyes fueron derogadas o declaradas nulas, en marzo de 1998.
Pero a veces fueron también leyes pactadas por las partes en ocasión de un proceso de paz. Es el caso de El Salvador, con una primera Ley de Amnistía en 1992 y luego la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, votada cinco días después de la presentación del informe final de la Comisión por la Verdad ante el secretario general de las Naciones Unidas, el 20 de marzo de 1993, sin protesta ninguna del FMLN, una de las partes en conflicto. Se podrían hacer constataciones equivalentes a propósito de Guatemala, de Uruguay, evidentemente, sin hablar de Colombia, país donde siguen cometiéndose las atrocidades más bárbaras con un grado de impunidad total o casi total, sin que la justicia haya reaccionado en proporción con la gravedad de la situación.
Pero la impunidad y las graves violaciones a los derechos humanos no son específicas de América Latina. En Europa, las transiciones en España, Italia, Portugal, o Grecia se hicieron sin ningún juicio al pasado y en la mayoría de los casos sin depuración de los cuadros militares.
Habían mandado centenares de judíos a los campos de exterminación, habían pasado más de cincuenta y cinco años de los hechos y para hablar de las guerras de liberación de Argelia se ocultaron también las graves violaciones a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario que cometieron las fuerzas armadas francesas durante el conflicto argelino: torturas, ejecuciones sumarias, desapariciones forzadas, etc. Aparentemente la mayoría de los Estados al pasar por un período de transición considera en un primer tiempo, muy equivocadamente, que el retorno a la paz o a la democracia pasa por el olvido o la negación del pasado. La historia ha mostrado —y lo está mostrando ahora en el Cono Sur— precisamente que es todo lo contrario.
¿Cuáles son entonces las obligaciones de los Estados en tales períodos de transición? Creo que para contestar a esa pregunta es necesario ubicarse del lado de las víctimas consideradas como sujetos de derecho, como lo hace el informe final acerca de la cuestión de la impunidad presentado por mi colega y amigo Louis Joinet en octubre de 1997. Todos los principios que rápidamente voy a enunciar están directamente tomados de este informe que me parece un documento todavía pertinente sobre el tema. Esos derechos fundamentales son tres: el derecho a saber, el derecho a la justicia y el derecho a obtener reparación.
El primero es el derecho a saber, que no consiste solamente en un derecho individual a la verdad; es también un derecho colectivo «que hunde sus raíces en la historia para evitar que puedan reproducirse en el futuro las violaciones» (cito el informe Joinet) y al Estado le incumbe el deber de recordar. De este derecho han surgido tanto en este continente como en otros las comisiones extrajudiciales de la verdad, con diversas apelaciones pero con la misma finalidad: desmontar los mecanismos de la represión, conservar las pruebas para la justicia, establecer la realidad de los hechos de barbarie negados por los autores o cómplices.
Pero hay que ser claros en la finalidad de esas comisiones: ellas no deben y no pueden sustituir a los tribunales y deben tener algunas características, que casi todas las han tenido. Estas características son: garantía de independencia e imparcialidad —sea que se creen por ley, instrumento convencional, decreto u otro—, inmunidad a los miembros, pluralidad de opiniones, posibilidad de tener asistencia de la policía, etc. También garantías relativas a los testigos y a las víctimas; en particular, garantía de protección, voluntariado, anonimato protegido cuando es necesario, etc. Garantías a las personas acusadas. Publicidad de los informes —fue el caso en la mayoría de ellas, pero la experiencia en el Cono Sur y en América Central ha mostrado que la publicidad no es siempre total; por ejemplo, en el caso de Chile se ocultan los nombres de los autores—. Otra obligación que emana de esto es la necesidad de preservar los archivos relacionados con las violaciones de los derechos humanos, una protección indispensable; y aquí también me puedo referir a Chile, donde, por ejemplo, los archivos de la Vicaría de la Solidaridad, que no eran archivos estatales sino de la sociedad civil, fueron protegidos y era indispensable que lo fueran. Muchas veces los archivos tuvieron que protegerse fuera del país. Es el caso de los archivos del Plan Cóndor, que finalmente se descubrieron en el exterior y empezaron a ser utilizados por jurisdicciones extranjeras.
El segundo derecho es el derecho a la justicia. Se trata posiblemente del derecho más difícil de conseguir, tanto por los motivos señalados de amnistía o indulto, como por motivos jurídicos verdaderos o falsos. Entre éstos está, por ejemplo, la prescripción penal por la mayoría de los delitos. El principio de derecho internacional, tanto en la Declaración Universal de Derechos Humanos como en el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana, es que toda víctima debe tener la facultad de hacer valer sus derechos, beneficiándose de un recurso equitativo, efectivo, para lograr que su opresor sea juzgado y obtener reparación. No puede haber perdón o reconciliación sin conocimiento de la verdad y sin un debido proceso.
Me acuerdo de lo que decía alguien que todos ustedes conocen, Perico: «Yo estoy dispuesto a perdonar, pero primero tengo que saber a quién debo perdonar y él tiene que pedir perdón». Este derecho impone obligaciones al Estado: investigar las violaciones, perseguir a los autores y, si se establece su culpabilidad, someterlos a sanción judicial. Y el tiempo no borra estos derechos. Pienso por ejemplo en el asesinato de Zelmar Michelini, que está todavía siendo investigado. Pienso en el caso Astiz en Argentina, que conozco bien porque de pura casualidad fui el primer juez de instrucción en Francia que investigó el caso. Astiz fue condenado en Francia por contumacia, en ausencia, pero eso puede permitir que tenga cierta dificultad para salir de su país.
La norma en esos casos debe ser la competencia de los tribunales nacionales, pero en caso de que la justicia nacional no esté en capacidad de proveer una justicia imparcial, o no tenga la voluntad política de hacerlo, se debe poder recurrir a la justicia internacional, cuya evolución, aunque muy lenta, es positiva. No voy a entrar en detalles sino que me limitaré a mencionarlo: empezó con los tribunales de Nremberg y Tokio, con sus defectos por ser tribunales de vencedores; siguió con los tribunales ad hoc sobre Ruanda y la antigua Yugoslavia, y ahora con el Estatuto de la Corte Penal Internacional. El Estatuto tiene defectos que todo el mundo conoce —fuerte dependencia del Consejo de Seguridad, posibilidad de hacer un montón de reservas, limitación a los crímenes más graves—, pero efectivamente constituye un progreso. Tal vez más interesante, aunque no haya tiempo de desarrollarlo, es el principio de justicia universal. El caso Pinochet todo el mundo lo conoce, y quién se iba a imaginar que ese señor caminando por Londres iba a ser arrestado con una comisión rogatoria de un juez español que finalmente produciría una aceleración de la justicia chilena.
Por fin, es indispensable para todos los Estados respetar los principios de imprescriptibilidad contenidos en varios instrumentos internacionales ratificados en particular por los Estados del Cono Sur: los convenios de Ginebra de 1949, la Convención contra la Tortura de 1984, la Convención para la Prevención y Sanción de los delitos de Genocidio de 1948 y el Estatuto de la Corte Penal Internacional, que rige para el futuro pero que marca un progreso real. También los recursos ante los mecanismos regionales: en Europa la Corte Europea y aquí la Comisión y la Corte Interamericana. No voy a insistir en ello.
Para terminar me voy a referir al derecho a obtener reparación en el plano individual. Se necessita un recurso efectivo, en principio ante la justicia, pero cuando esto no es posible puede ser delante de comisiones ad hoc. Chile tuvo una comisión de indemnización de la víctima después del proceso, restitución, rehabilitación, etc. Y en el plano colectivo, el reconocimiento público y solemne de lo que pasó. Eso se empieza a manifestar por ejemplo en El Salvador, con un monumento que se erigió hace poco tiempo, y aquí el proyecto de museo de la memoria en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada); eso muestra que pueden pasar muchos años, puede pasar el tiempo, pero el olvido no gana en esas circunstancias. Podría mencionar como positiva la derogación de las leyes y decretos de excepción, etc., pero quiero insistir en dos medidas más. Una de ellas sí existió aquí en el Cono Sur: la disolución de los grupos armados paramilitares o paraestatales; eso pasó en El Salvador y Guatemala también, pero siguen existiendo en varios países, en particular en la sufrida Colombia, donde no se han disuelto y aparentemente no hay intención de disolver esos grupos.
Finalmente, la más difícil de las obligaciones de los Estados es la de —no me gusta ese término pero no encuentro otro— la depuración por medidas administrativas de los autores de graves violaciones. Es un asunto eminentemente difícil; no se dio en Europa después del franquismo ni después de Mussolini, en Grecia tampoco se pudo hacer mucho, pero es indispensable que los Estados lo hagan, y si no lo hacen pueden sufrir sus consecuencias.
Me parece que lo que está pasando actualmente en el Cono Sur puede llamarnos a optimismo. El cambio de actitud hacia el pasado en Argentina es muy positivo; aunque no sea exactamente igual en algunos países vecinos, en este tema particular el Observatorio que se está planificando puede ser de gran utilidad.
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Phillipe Texier
Magistrado francés de la Corte de Casación (sala laboral). Experto de las Naciones Unidas en derechos humanos.